rendirme escribir más corto escribir más claro no escribir en absoluto cerrar los ojos beber la lágrima que pasa directo por la garganta como un torrente de agua salada rendirme renunciar sin telegrama cerrar la boca dejar las manos en los bolsillos o mejor atarlas con el cordel de la ropa sujetar el deseo para que no moleste dejar de molestar pasar desapercibido apagar las ganas con un balde de agua de la canilla que da a la calle dejar de pensar empezar a omitir pasar la página de largo sin leerla adaptarse adaptarme golpearme la cabeza contra el muro de ladrillo pelado beber lentamente el brebaje espeso dejar de brindar desaparecer saberse nacida y vuelta a nacer en el mismo paraíso equivocado exiliarme perder el pasaporte perderme que nadie me venga a buscar y volver a rendirme Patricia Lohin Foto Aleksandar M. Budjevac
Debo reconocer que la pandemia me cagó olímpicamente la cacería de almas que venía haciendo en bares y afines allá lejos y en el verano. Luego de 152 días de confinamiento, salí a la calle como un vampiro sediento, sabiendo que iba a ser difícil -sino imposible- la tarea del encuentro fortuito, y más aún de la charla espontánea, tomando en cuenta que en cualquier noche de copas la gente tiende a soltar la lengua como si se les fuera la vida en ello. El pueblo estaba arruinado. El viento no hacía más que levantar polvaredas insistentes en las esquinas. Tal vez después de todo el barbijo fuera la bendición para no tragar tanta tierra.
Me senté en un banco derruido de la plazoleta de barrio.
Como si un dios inexistente escuchase mis plegarias de pronto llegó ella: una mujer que había pasado ya la mitad de su vida. Se sentó al lado mío sin temor, a una distancia prohibitiva para el momento pandémico existente.
Charlamos. Me dijo que cada año es peor, porque la poca felicidad latente duele más que un corazón aplastado.
– Cada momento -dijo- se siente como el último caramelo. Uno se levanta habiendo dormido poco y con un gusto metálico en la boca, sabiéndose extraviado, siendo perdedor de cualquier número que vaya a jugar a la lotería. Vivir el momento sin intentar adivinar el futuro y habiendo disfrazado al pasado es un deber moral para los que tenemos muchas décadas, porque en el futuro simplemente no hay nada, y el pasado bueno… qué agregar a una sucesión de desaciertos.
Y se fue, dejándome en un estado de inanición completa.
Antes de llegar a la esquina dió media vuelta y me hizo una cómica reverencia.
Ahí me dí cuenta de que yo había sido el cazador cazado.
4 cantaletas más y mi corazón se rinde 4 noches que llevo sin dormir 4 pinchazos en la espalda para que deje de doler 4 barbijos que andan por ahí como si pudiera contagiarme de la gente con la que no estoy 4 miradas que esquivé mientras en mi cabeza se agolpaban 4 recuerdos 4 palabras que aún duelen justo en la base del cuello 4 sonrisas que dibujé con tinta indeleble 4 veces que me invisibilicé hasta desaparecer 4 vidas tiradas al tacho de la basura cometiendo los mismos 4 errores de siempre 4 siglos más para terminar de desaprender los 4 caminos locos que siguen sin llevarme a ninguna parte Patricia Lohin
Imagino cualquier pieza de encastre que pueda desarmarse, desde un motor hasta un cubo mágico.
La idea de dejar las piezas ordenadas una al lado de la otra, en serie; limpiarlas, reemplazar las dañadas, sacarles lustre, devolverles la vida, empujarlas a la calle, que tengan un nuevo y propio sonido.
Me he imaginado a mí misma como una de esas piezas.
El asunto es que no es tan fácil.
Éstas se patinan sobre la palma de la mano de quien las mece, se resbalan, caen pesadamente sobre el suelo, otras se desintegran o se evaporan al mínimo contacto con el suelo.
No hay mucho que hacer al respecto.
Salvo armar rápido y cerrar con una costura metálica el tajo que va desde el pubis hasta el pecho.
Imagino cualquier pieza de encastre que pueda desarmarse, desde un motor hasta un cubo mágico.
La idea de dejar las piezas ordenadas una al lado de la otra, en serie; limpiarlas, reemplazar las dañadas, sacarles lustre, devolverles la vida, empujarlas a la calle, que tengan un nuevo y propio sonido.
Me he imaginado a mí misma como una de esas piezas.
El asunto es que no es tan fácil.
Éstas se patinan sobre la palma de la mano de quien las mece, se resbalan, caen pesadamente sobre el suelo, otras se desintegran o se evaporan al mínimo contacto con el suelo.
No hay mucho que hacer al respecto.
Salvo armar rápido y cerrar con una costura metálica el tajo que va desde el pubis hasta el pecho.
“Te vas a dar cuenta a lo largo de tu vida que si bien había personas que no te podían llamar por tu nombre… si lo sabían.” Mía PinedaEl tugurio era la continuación de un pasillo al lado de un cine abandonado, al que se accedía traspasando una puerta desvencijada. Fui acompañada, luego de que Mario me rogara por enésima vez.- Yo puedo. – le dije- Ya sé, pero esta vez vamos a hacer las cosas bien.Las cosas ya habían salido como el orto. Toda una serie de inoperancias, descuidos y malos entendidos me habían llevado a lugares bastante oscuros. En el último me quitaron lo poco que llevaba encima.Una vez que atravesamos la puerta nos atendió una mujer que preguntó cómo nos llamábamos.- Él se llama Mario. Yo vine a buscar mi nombre, pero si necesita un sustituto me podés llamar Miércoles. – ¿Y por qué Miércoles?- Porque los miércoles atiendo a mi cliente favorito, y a él lo puedo besar.- ¿Estás segura de que querés tu nombre?- Si, hace un tiempo ya que lo estaría necesitando. Estoy embarazada -le conté- si yo no sé quién soy, ¿cómo lo va a saber él o ella? La señora me invitó a pasar a un lugar que parecía el sector de cajas de seguridad de un banco. Le entregué mi llave y ella abrió el casillero que supuestamente me estaba asignado. Sacó un sobre y me lo entregó.Con Mario salimos a la calle sin mirar atrás y nos sentamos en el shop de la estación de servicio que estaba en la esquina.Mientras miraba el sobre me preguntó qué iba a hacer con mi nombre. – Voy a lograr que lo sepan Mario, y si no me nombran, si no acarician mi nombre con sus bocas, pues adiós.Luego abrí el sobre y me nombré en voz alta, por primerísima vez en la vida.
hace un tiempo que ya no pongo títulos los textos salen despedidos sin corrección sin puntos comas ni mayúsculas sin nombre ni apellido ni conexión con la realidad que algunos dibujan acá afuera en las calles donde vivo ausente los poemas viajan por rutas alternas hacia una nube densa y semioscura que se parte en dos y que vos me mostrás mientras desayunamos al rato se convierte en recortes que podrían acariciar el día o cortar las sogas de las manos que anudadas detrás de una espalda me impiden salir de la pequeña habitación situada en el sótano de una casa reniego de los títulos de un dios con mayúsculas y de los punto y a parte sin miedo a tener miedo de olvidarme del nombre de los objetos que hace rato no estarían sirviendo para nada pienso que si me olvidase de tu nombre el nombre que necesito para todo tal vez pudiera llamarte con la mirada la mirada que habita la pupila donde solo cabe lo importante Patricia Lohin Foto Alexey Naumov
Era sabido, llegarían a mi espacio cibernético y encontrarían mil agujas esparcidas en el césped reseco por la última sequía.
Decomisaron cada uno de mis falsos poemas, también las crisis existenciales disfrazadas de relatos cortos e incontinencias verbales.
El veredicto lo enviaron en un sobre de papel madera con una hoja mecanografiada -vaya antigüedad- y en principio me inhabilitaron para escribir en cualquier medio cibernético: redes sociales, plataformas de blogs, cartas de lectores y sus derivados, misivas a familiares y amigos, incluso me prohibieron enviar mensajes por WhatsApp excediendo los 140 caracteres. Demasiados beneficiados y una sola damnificada.
No me dieron espacio para escribir mi defensa, apenas una línea punteada de un par de centímetros para que firmase el acuse de recibo: hice mi firma abreviada.
Se lo tomaron muy a pecho, yo sin ser menos me lo tomé dramática y catastróficamente.
Luego me entregaron un manifiesto, una guía, un manual, un rejunte didáctico y pedorro en donde a lo largo de un centenar de hojas, hacen despliegue de normas a las que debería atenerme el día de mañana si me dieran libertad condicional para expresarme de siete a ocho un primer viernes del mes, si recuperase mi voz, si encontrase ganas, si lograse seguir escribiendo de incógnito sobre un recorte de papel higiénico y así continuar con esta resistencia alpedista pero fundamentalista, sin razón -tal vez- pero con mis razones, lo cual justificaría de sobremanera cualquier acción insurrecta.
Necesito seguir escribiendo para sacar afuera el exceso de pulsaciones, la presión que se eleva y hace hervir el torrente sanguíneo poniendo mi cabeza en riesgo de explotar; necesito sacarme el barbijo y salir a gritar: lo de las imposibilidades, lo del amor, lo del otoño, lo de la desesperación, y contar una vez más que escucho pasos por la noche, y aunque me levante y no vea a nadie, temo que me vengan a buscar.
Patricia Lohin
Vivir sin correr, ni escuchar el crujido de las hojas debajo del calzado, confinados, confiscados, presos, con miedo, mal informados, o muy descansados, viviendo en una burbuja de algodón con olor a perfumina.
Sin sentir el aire frío que golpea el perfil de la cara subido a una moto, parado en un acantilado, al filo espumoso del mar o en la esquina de esta plaza en donde se juntan los cuatro o cinco vientos locos.
Se puede vivir constantemente abrazado al frío irreparable de las entrañas, sobreviviendo a largas horas sentado de nalgas sobre el piso frío de una cocina, o de cara contra la pared blanca de la dirección sin que te vengan a buscar jamás.
Caminar sin dios, sin plan, sin fin, con la sonrisa encubierta o desaparecida, con la mirada opaca que se ha quedado con cero chances de encontrar la tuya cualquier tarde de estas.
¿Es que acaso dejaste de buscarme?
Se puede vivir sin dejar huella, mudos de espanto y chorreando cobardía, escuchando el rasguño de los roedores en la puerta de madera, dejando caer los sueños por el borde de la cama para barrerlos en la mañana siguiente.
Se puede esconder la miseria detrás de la compasión prefabricada, como quien mete las pelusas debajo de la cama y yo puedo mirar desde acá, maldiciendo, puteando, diciendo que está bien o mal, que soy mejor, mentira la mentira.
Se puede vivir indefinidamente así, como la mujer que ahora -mientras escribo esto- toca un picaportes cerrado para siempre e insiste, adivinando desconocidos pasar que la miran, sin soltar la mano, arrugándola, metiendo los dedos hacia adentro como garras.
Y luego de unos minutos volviendo a rastras a su casa, que los controles le han dicho que su mandado no es urgente.
Se puede… tirar toda una vida a la basura, desesperarse por lo mal actuado y enterarse por amplitud modulada, que en los súper y mayoristas locales, ya no hay stock de oportunidades.
Y mientras tanto el sol que entra por los vitrales no parece ser el mismo.
Está un poco cansado, un poco rendido. O tal vez rendidos estén mis ojos.
Una mujer y su marido se sientan a beber sobre las siete el cáustico brebaje que le tiran los notidiarios.
Y así siguen, hasta las ocho, hasta las nueve, rozando las diez de la noche.
Los malditos siembran el insomnio, el miedo, la incertidumbre, la sospecha, la mentira recostada sobre la mentira, todo servido en cucharitas para el té, de a sorbitos, de la misma manera que se sirve el veneno para ratas.
Así Juan y María, Rosa y Sebastián, Marcos, Laura o como se llamen, sin antivirus ni barbijo para protegerse, van a dormir con más miedo que sueño; con más desesperanza que confianza; sin siquiera rozar las palmas de sus manos.
Tienen temor de que el miedo se expanda y manche las sábanas.
El sol descansa en la justa línea de mi balcón. Algo está alineado ahí afuera. Parezco ajena, pero mi cuerpo dolorido me dice que no, que yo también participo, que me ha tocado un número en esta lotería cósmica, y que luego veremos si salgo o no sorteada, despedida, renacida, transformada.
Quiero gritar desde el balcón que no es todo cierto, que la desinformación es un tumor que nace en el oído y llega a la mirada propagándose mediante lenguas llenas de saliva y sin filtros. Quiero gritar que mientras tanto el corazón palpita, extraña, se contrae, se expande, tiembla acurrucado en la cama o en posición fetal sobre el sillón, esperando un abrazo, un mensaje, una videollamada o tal vez tan solo el silencio componedor de un planeta que está a años luz de rendirse.
Patricia Lohin
Los escalones de la entrada, revestidos con un cerámico mediocre, están hoy llenos de tierra y polvillo. Por el buzón de correo asoman sobres con cartas documento y cuentitas a pagar de un rejunte de desaciertos y decepciones de la última década. Pido perdón por mi ausencia, cómo si a alguien le importara. Una invasión de pastos y yuyos gritan desde los canteros, mientras un grillo enmudece al notar mi presencia. Doy vuelta la llave, una vez, dos veces. La puerta, un rectángulo de madera lleno de recovecos con más tierra, cede mediante un crujido y la luz de la media mañana se cuela conmigo en la sala de estar. Mis pasos hacen ecos que rebotan como pelotas de goma contra las paredes blancas. Creo recordarlas verdes, con tapices por doquier y un estanque con peces de color negro en el rincón opuesto derecho. La puerta se cierra y otra vez la oscuridad. En ese espacio estrecho y asfixiante escucho gritos de chicos, el ruido de sillas que se corren, se cae un vaso y se convierte en arena sobre el piso granítico de la cocina, los tenedores hacen ruido dentro de una pileta de chapa, mientras las burbujas del detergente juegan a la altura de la alacena, capturando un mini hilo de luz que se cuela por una persiana plástica, un lavarropas cabalga dentro de un espacio limitado mientras centrifuga. En el baño la lluvia de la ducha cae sobre el lomo de un hombre que enjabona su barba y en la puerta un can semi peludo espera mientras rasca su oreja y al mismo tiempo intenta morder su cola. Sacudo la cabeza y el silencio que vuelve.
Me tiro en un colchón abandonado sobre un elástico de madera. Hace frío. Afuera suena una sirena: creo que me vienen a buscar.
No sé quiénes son, pero ellos saben de mí: soy la última habitante de un fragmento de mi vida. La pecera se ha escurrido y la estancia es un mar desahuciado. Vuelvo a accionar la puerta de entrada, levanto las manos y me declaro culpable. Que disparen, ya estoy muerta. Patricia Lohin
Claro que hay otra gente.
A esa gente que no es “la otra gente” también se les incendia el corazón sobre la mesa de un quirófano desierto.
Esa gente que no tiene tiempo para nada pero ven la vida pasar sentados en el borde de la ventana del lado de adentro, tiemblan de miedo mientras esperan la amenaza de un nuevo día, sus dialectos poco almibarados intentan convertirte en un desahuciado de una humanidad injusta, desordenada y maloliente.
Aman las fronteras, los muros y las murallas -de concreto y de uniformados- pero los transgreden usando pasaportes falsos, traficando oscuras emociones acurrucadas en los bolsillos pequeños del equipaje.
No están bien ni dentro ni fuera, trabajan como publicistas de un planeta amenazante y amenazado, en donde tu vecino es un malhechor, cualquier laburante un oportunista, dios una caricatura, el médico de guardia un potencial arma bacteriológica, el indefenso un paria, un muerto de hambre material de descarte -para qué seguir- pero así y todo insisten en vender felicidad, vacaciones off shore y libros de autoayuda en cómodas cuotas sin interés.
Lo que no saben, lo que desconocen, lo que les conviene ignorar es que no fueron más que simples estaciones satelitales de cartón de un sistema que nos quiere bien vivos, pero de miedo. Patricia Lohin
El otoño estaba llegando hace un par de días. Dicen que olvidó traer el permiso de libre circulación, y los controles lo han detenido en alguna calle de mala muerte del barrio municipal.
Se silencian los pasos en el descanso de una escalera, un hombre vuelve a calzarse las zapatillas con barro y sale a la vereda, otra vez de tantas veces.
El dedo pulgar con una uña esmaltada a punto de escribir “te extraño”, es interrumpido por una orden del cerebro; desobedecer es posible: “Te extraño, ¿cómo estás?”
En la cola de un mercado una mano a punto de acariciar se contrae y se guarda en el bolsillo izquierdo de un jean gastado, luego se entretiene jugando con un par de monedas de cinco pesos.
El corazón que habita el décimo C de un edificio céntrico se sofoca, hasta hace unos minutos estaba llegando a algún lado, pero no anda el ascensor y las escaleras son una aventura temeraria para unos pulmones colapsados.
Una enfermera tiembla de emociones en un descanso, con la guardia baja agarra con fuerza una lapicera, pero muere la carta de amor al escuchar su nombre en el altavoz del pasillo. .
Hoy, ayer, tal vez mañana: los peores momentos para jugar a la lotería y ser valientes. Habrá que esperar a sentirle el olor al desamparo absoluto, a juntar fuerzas para patear la puerta de madera semi podrida y abrir el cuarto donde hasta ayer dormían los sueños abandonados.
La radio dice que la página para sacar turno para amar está colapsada, la llama de la cocina se ha suicidado antes de anoche y sobre la cama quedaron las sábanas arrugadas donde por la noche reposan en exceso los cuerpos gastados.
Ël ha vuelto hace un rato, ha dejado las zapatillas con barro en el garaje y se ha ido a bañar; mientras ella, derrumbada y abstraída, lima la uña gastada del dedo pulgar. Patricia Lohin
Foto Rudi Gana
ha llovido intensamente
y lo que antes era un hilo de agua
bajando por la montaña
ahora es un alud de barro
que viene directo hacia el pueblo
no se detiene la sangría de lodo
y las casas esperan inmóviles
cerrando sus postigones
mientras sus habitantes cierran sus ojos
y doña Elvira cierra la boca
para no tragar la tierra que viene bajando
la última fracción de tiempo que existe
entre el desastre y la muerte
lo uso para dibujar con palabras
una despedida cobarde
un perdón tardío
un arrepentimiento falaz
la tierra chiclosa se desliza
debajo de los cimientos
de las construcciones patagónicas
desarmando ladrillos
como si fueran terrones de azúcar
alcanzo a preguntarme
qué será del mundo esta vez
sin más vestigios
de que hemos vivido cobardemente
y hemos muerto por milésima vez
sin dejar rastro
La noche viene a sentarse conmigo, está medio en bolas; tiene un proyecto de vestido negro y la boca pintada con un brillo color rosa chicle. Sus ojeras, más profundas que las mías, deberían dejarme tranquila, pero no; somos dos hembras cansadas, y no sé si está bueno para este final.
Sus ojos claros están rodeados de profundas líneas que en el contexto de su rostro hermoso parecen rayos de sol. Pienso que tal vez no todo esté tan perdido, aunque creo que es una cagada que la noche sea mujer, nunca me entendí bien con otras mujeres.
Hay dos vasos y el mío está casi por la mitad, su contenido me raspa la garganta y me hace arder el pecho, siento que si pongo un encendedor delante de mi boca podría prenderse fuego mi interior. Ella me convida tabaco, le explico que soy inútil armando, entonces con sus manos de dedos largos y uñas curvas me arma un cigarrillo en un santiamén. Me acuerdo de mi abuelo y flasheo con que para esta ocasión hubiera sido mejor fumar pipa.
Afuera hay adolescentes escondidos como ratas en los huecos oscuros de una ciudad desolada escribiendo poemas inundados de muerte. Lo hacen sin vergüenza ni pena y con mucha gloria; mientras que en la residencia El Atardecer varios pares de adultos mayores, sabiéndose en falta y más cerca de todo, marcan amor en un 0800 obsoleto, como si ese mantra los fuera a exculpar por no haber amado bien o haber sido tan cretinos, egoístas y cobardes.
Ella y yo nos miramos, acaba de leer mi último texto, y mientras termina de exhalar el humo de la última pitada me mira con pena, pero no dice nada.
Sé lo que viene. Nos paramos, hago fondo blanco con el resto de lo que queda en el vaso y mi boca muere dentro de su boca. Al final la muerte no era tan amarga.
Salgo a la calle con un vestido, música y el resto de mi humanidad metida en una bolsa ecológica de Casa Silvia en la mano. No es que toda una vida quepa ahí dentro, es lo que ha sobrado luego de la última sudestada. Los escombros de los escombros, el barro del barro, la desesperanza de la desesperanza, la piel agrietada y los ojos mitad resecos mitad inundados.
A los pocos metros la boca se subleva y comienza a hacerse mar. Algo nace desde la garganta e inunda la cavidad bucal con un sabor salado. La lengua se hincha, intentando hacerle frente a tanto agua. La boca hace agua, los ojos hacen agua. Nadie lo nota, somos ciegos caminando en distintas direcciones, ignorándonos ampliamente. Me pregunto qué hay para hacer en esta maldita ciudad a parte de seguir viviendo de esta forma absurda. El tema musical para la ocasión empieza a convertirse en un ruido molesto que parece sonar desde el fondo de un túnel. Pienso en escapar. Al llegar a la plaza busco al conductor anónimo que todas las mañanas pasa una franela inmaculada por su auto color ni crema ni blanco ni leche. No está, vos tampoco estás, pero recuerdo tu voz preguntándome si uno para alguna vez de llorar, y yo mintiendo, porque quiero que aproveches la esperanza que me sobra y no pienso usar. Me pregunto a dónde podría llegar con lo que llevo encima, apenas si unos billetes de cinco a punto de morir, un cuaderno con garabatos, unos anteojos con los que ya no leo ni de cerca ni de lejos. A dónde huir, si en cualquier destino posible también me tocaría demostrar que valgo la pena en un cinco por ciento, que dentro del orden duerme un desorden infernal teniendo pesadillas todas las noches, que la seguridad no es más que una fachada mal armada, una mampostería que se está cayendo; que soy un fraude y que la ciudad sigue siendo ese lugar ajeno que lejos de cobijar, te espera a la vuelta de la esquina para abrazarte con desesperanza y recordarte que estamos absurdamente solos, con lo que sobrevivió a la sudestada metido dentro de una bolsa ecológica de Casa Silvia.
Patricia Lohin
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Cuando te fuiste, el tiempo y yo hicimos un documento improvisado sobre una servilleta con el logo de una confitería céntrica, nos dimos la mano y yo quedé tomándome otro café latte. Por unos años sentí que el mundo era una tregua, en donde la bandera blanca era una sábana de lino colgada en el cordel del patio: una extensión de soga que iba desde el limonero hasta la higuera. Detrás de la sábana podía adivinar tu andar por el sendero que lleva al galpón, mientras los chicos corrían jugando con los broches y chapoteando adentro de una palangana, esperando a que yo me fuera para hacer salvajadas.
Algunas noches, cuando todo estaba en silencio y el cansancio del día no nos había vencido aún, podía ver tus ojos abiertos mirándome en la penumbra, mientras yo trataba de cazar tu aliento con mi aliento, ahogando murmullos y risas debajo de la almohada. Por las mañanas, las cucharitas de café venían a buscarnos chocando y tintineando por el pasillo mientras semidormidos nos dábamos los buenos días.
Por unos años mi mundo fue blanco y suave como el algodón, aunque algunas mañanas parecían eternas y las noches momentos fugaces que usábamos para escribir en el cielorraso algunas cosas que queríamos repetir al día siguiente: una carcajada, el barullo insoportable a la hora del almuerzo, la mirada de un fragmento de segundo que cruzaba toda la extensión de la casa afirmando que otro día más y está todo bien. Otro día más y estás vos.
El tiempo no me la hizo fácil, le pedí poder volver y me permitió elegir un sólo instante al cual podía acceder no más de una vez al año y sin cambiar nada.
Así es como el primer día de otoño puedo dar vuelta mi cuerpo sobre la cama, encontrar tus ojos abiertos y meterme a nadar en tu mirada.
Otro día más y estás vos.
Patricia Lohin
Ocho de la mañana. La estación de buses es el mismísimo infierno. El calor mezclado con el olor de los caminantes errantes y algunos pasajeros mal dormidos es insoportable. Elijo salir a la plataforma de salida. Me estaciono con mi valija de mano demasiado temprano, esperando que en algún momento los choferes empiecen a recolectar viajeros.
A mi lado una muchacha enciende un cigarrillo. La observo.
Demasiado producida para mi gusto. El maquillaje alrededor de los ojos ha comenzado a hacer grieta y con cada pitada de cigarrillo se adivinan líneas prematuras en la comisura de sus labios que resaltan con un labial color chicle. De pronto sus ojos encubiertos detrás de unas pestañas artificiales me miran. Esbozo una sonrisa bastante prefabricada y le digo que es demasiado temprano para fumar. Ante mi afirmación toma el cigarrillo y ensaya una pitada profunda echando el humo en mi dirección y mirando hacia el infinito.
Me acerco y le digo que soy Pablo, y que estoy retornando a casa. Espero que el colectivo salga a horario, uno nunca sabe, las rutas, los animales que se cruzan, los camioneros, los piquetes, el sol resquebrajando el asfalto. Vuelve a mirarme, esta vez adivino un brillo que ahora es opaco y que me inunda el alma. Demasiado herida para mi gusto.
Me dice que se llama Micaela, y que tiene menos de treinta. Nos sentamos juntos, sabiendo anticipadamente que tenemos boletos para asientos contiguos. Le digo que tengo más de cincuenta. Ensayamos un prefacio para ponernos al día. Ella por muchos lugares, yo por otros tantos. Distintos amores enmarañados que nos dejaron a ambos al costado del camino. Estoy cansada me dice y busca refugio en mi hombro.
Pensé que podía enamorarme en ese preciso instante, de su boca sin brillo labial, de sus palabras una vez que estuviesen despojadas de tanta aridez, de mi necesidad de protegerla. Al llegar a destino me despido con un beso en la frente. Demasiado arriesgado para mi gusto.
Patricia Lohin
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voy sentada en el asiento trasero
de un auto
hablo hasta por los codos
hay que llenar el vacío existencial
el silencio es un monstruo de dos patas
aparentemente inofensivo
que viene dispuesto a devorarnos
lleno las horas y los kilómetros
con palabras huecas
y delirios llenos de preguntas
que nadie responde
estamos todos hartos
mis padres de mi
yo de ellos
la ruta que fallece
bajo las gomas del auto
el auto que tiene que seguir
y no le han preguntado si quiere
alguien reclama e implora piedad
será dios que se ha rendido
el asfalto
el auto
las estrellas colgadas
y que alcanzo a ver
con el cuello estirado hacia atrás
la infancia es un asunto de nunca acabar
un mundo pequeño
y con cuatro ruedas
en el que voy sentada
en el asiento de atrás
sacudiendo palabras…
si callo moriré
salen los miedos
que estaban agazapados
entre la humedad
que supura de la pared
y la cáscara de pintura
en la mitad de la noche
la mitad del año
la mitad de la vida
corren sin hacer ruido
desde el zócalo
alimentándose de la mugre
que ha quedado tirada en el piso
de los días de antes de ayer
muerden cual roedores
una pata de la cama
y hacen surcos para poder trepar
y llegar sin daños adicionales
al sector desprotegido del durmiente
entrarán por el dedo chiquito del pie
o la rotura en el talón de aquiles
por el ojo que duerme entrecerrado
por la falla en el esternón
o por la boca que ha quedado abierta
al final entran por los poros
por donde sale el hedor
de una vida en estado
permanente de extinción
palabra
ella femenina singular
que se hace plural
en este rejunte despiadado
que sale del alma
balas de cañón
municiones de sal
que salen
desde el fondo del mar
golpes certeros
palabra que mata
ahoga
lucha
calla
omite
el grito que la estampa
contra la pared
y la deja aplastada
como a un mosquito
palabra que chorrea
desde una hoja en blanco
y se amontona con otras
en una estancia diminuta
taladrando cerebros
palabra que
comprime
expande
hiere
ignora
acaricia
enseña
ama
miente
palabra nueva
repetida
revolucionaria
inventada
susurrada
mal escrita
malparida
insurrecta
mala palabra
acaricio su hueso
descansando en una curva
y me enamoro de la humedad
de su boca muda
que aún
no sabe pronunciarse
a sí misma
La ruta está despejada. El paisaje parece una postal de esas que se venden en los kioskos. Es uno de esos días que cae entre tu cumpleaños y el mío. Llevo un pañuelo de seda en el cuello. Odio la seda, pero la perspectiva de que algo fluctúe con el viento intempestivo que entra por la ventanilla me encanta. Lo compro antes de salir, un desperdicio ambiental y económico si tomo en cuenta que gasté mil quinientos mangos para lucirlo en la última escena boluda de nuestra vida juntos. Me decís que estoy hermosa y ensayo mi mejor sonrisa para responderte mientras se asoma por los labios entreabiertos mi diente desaliñado.
Todo es tan perfecto que hasta el vehículo está enjuagado, y puedo sacarme las sandalias sin apoyar mis pies en una montaña de arena.
Sabemos bien hacia donde vamos, pero ninguno de los dos dice nada. Un rato antes habíamos tomado un desayuno de esos suculentos: medio litro de café con dos medialunas. Obvio te quejaste de algo pero no te escuché. Nos leímos las miradas y nos hicimos bien los pelotudos, yo más que vos toda la vuelta. Decido seguir actuando aunque me sale bien para el orto.
Chequeo el celular despreocupadamente, le aviso a alguien que no voy a tener señal por un par de horas. Mentimos un rato más, tal vez unos ciento cincuenta kilómetros. De reojo veo el gesto que hacés con la boca cuando mentís, tus fosas nasales dilatadas indican que te estás quedando sin oxígeno y sin ganas. Flasheamos sobre dónde vamos a vivir y cuándo, mientras volvés a reafirmar que soy la mujer de tu vida. Entorno los ojos y te palmeo la mano dándote la razón como a los locos. Faltan dos kilómetros, lo dice un cartel con letras blancas desgastadas y varias huellas de tiro al blanco. Hay que doblar a la derecha. Acelerás y al fin nos estrellamos.
“Siendo el alma inmortal, y habiendo nacido muchas veces no es de extrañar que sea capaz de recordar lo que desde luego ya antes sabía.” – Platón
Una mujer tiene una cita pero no lo recuerda. Hay que matar la noche plagada de insomnios. Acude a un barcito con el pelo desaliñado y ropa negra, acompañando a una amiga circunstancial de la cual ya no recuerda el nombre Se deja tirar en la barra, mientras el resto de la gente charla vaya a saber de qué cosas. No quiere escuchar, porque si escucha se distrae, y si se distrae la vida pisa quinta.
Al rato viene un muchacho que trabaja en el bar, apoya su codo de manera tal que su cabeza queda recostada en una mano y la mira diciendo “hola”.
La charla comienza liviana y circunstancial. Ella ríe, está prestando atención. Sin darse cuenta se da un chapuzón en sus ojos, mientras intenta adivinar el sabor de su boca. Quiere tocarlo pero se contiene, mientras siente un aroma familiar e indescriptible que penetra por las fosas nasales y llega hasta su pecho. La velocidad del tiempo pasa a ser desenfrenada, lo cual le consume de un plumazo dos vidas. Ahora sólo quedan cuatro.
Afuera el camión recolector de la basura chilla y avisa que el amanecer viene trotando por el medio de la avenida. Ella abandona la escena sin estridencias ni hasta luegos, apenas si un beso en la mejilla.
Al llegar a la cuadra de su casa, unos chicos con la cara tapada y aerosoles en la mano salen corriendo. Unos pasos más adelante, sobre el paredón de una escuela la frase escrita en cursiva aún chorrea tinta: “El alma también recuerda”.
Treinta días tarda en recordar lo que su alma venía gritando.
El día treinta y uno, un viernes sobre las siete de la tarde, vuelve al bar con una valija en una mano y cuatro vidas en la otra.
Èl, que está empezando a acomodar las sillas para la noche, la mira y asiente sin decir nada.
Patricia Lohin
Hola
Me clavás un “hola” en redes sociales.
La secuencia es así: solicitud de amistad, acepto, y cae el “hola”como si fuese un meteorito. Estimo que vos & asociados tienen el arma cargada para disparar el saludo.
¿Será un arma de fuego o una ballesta?
Todo bien, no hay nada como decir “hola” y quedarse callado.
Admito que no te doy opciones. Vos disparás, yo me corro y la flecha o bala terminan hundidas en el paredón del supermercado Día.
Ahora ya saben por qué las paredes del estacionamiento del Día están a la miseria.
Me dijeron que hoy es todo por redes o whatsapp. No tengo problema con eso -mentira-.
Pero elaboráme algo, digo. Hilvanáte una situación que a mi me conmueva, regalame una oración, un chiste, una secuencia de palabras. Vos podés.
No es que yo sea difícil y pretenciosa. Soy difícil y pretenciosa.
Y encima me aburro como la hostia. Debo tener déficit de atención.
Viste lo que pasa cuando te conformás con menos, ni te cuento cuando te conformás con nada.
Terminás triste y aturdido, dando vueltas un domingo a la plaza, charlando de nada con un desconocido.
Patricia Lohin
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Lunes 8 a.m.
Llego puntual.
No hay como hacer terapia un lunes.
Vine caminando con el resto.
El resto de mi persona que quedó deambulando del día de ayer.
¿Resto o restos? Lo que quedó luego de doce o veinte horas con la cabeza dentro del inodoro, o debajo de las sábanas, devolviendo al universo todo lo que sobraba. No es la comida, soy yo. Me vi obligada a soltar. Sobrevivo a esa cuestión como si hubiera atravesado el desierto mismo.
Alguien que se parece a mí entra al consultorio. Me siento. Un vendaval de angustia chorrea por mis ojos. Le digo que me angustia la llegada inminente de la primavera, y luego el verano que por decantación vendría detrás… ¿Qué haré con tanto calor, con tanta flor, con tanto sol, con tanta soledad, con las noches templadas, con la lata de cerveza abandonada en la heladera, con mis tobillos hinchados por el calor, con mis pecas multiplicándose en esta piel desolada?
Otra vez las ganas de morir. Tengo que sacarme los anteojos antes de que se me inunden y después el cristal se convierta en papel mojado. Sigo sacando cosas de adentro ilimitadamente.
Parezco uno de esos magos o payasos que sacan una cinta multicolor de adentro de su cuerpo y parece no terminar nunca. Apenas si alcanzo a ver mis manos anudadas sobre mis rodillas.
Estoy naciendo de nuevo y eso duele. Hace casi cincuenta años que estoy naciendo.
Me hago chiquitita. Vuelve la pregunta que mi madre me hacía cuando era chica:
¿Qué seguís buscando?
Ya sé madre, ya sé. Sólo que no sé cómo llegar.
– ¿Nos vemos el lunes?
– Hasta el lunes.
Patricia Lohin
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Me fui antes de que vinieras.
La mañana se viste ahí afuera con esos colores tan tenues que se dispersan en los bordes de las aceras. Watercolor creo que le dicen.
Podrías estar enojado, en el caso de que te enteraras que llegué y me fui.
O podrías estar aliviado. Prefiero pensar lo primero. Me gustan tus caras de seriedad circunstancial.
Llegué antes de que vinieras.
El insomnio de anoche se transformó en un sueño tan pesado que llegué tarde al alba, y cuando me levanté, el sol ya estaba bastante divorciado del techo de chapa del taller mecánico de mi vecino.
Apenas si me bañé y me vestí en capas: una, dos, tres, cuatro prendas una sobre otra, tratando de disfrazar mi humanidad para salir a la calle.
A pesar del sol, del watercolor, del insomnio de anoche, de mis cuatro capas de prendas, a pesar de mi seriedad circunstancial, llegué a la intersección precisa entre tu casa y la mía.
Supuse que en un rato saldrías y me verías, sentada en el bajo paredón de la casa de la esquina, con mis capas de ropa, con el pelo desordenado, los cordones desatados y con los ojos dilatados.
Supuse que al salir te sentirías confuso, o tímido, o raro, o como en casa. Y que de sentirte como en casa la primavera al fin tendría un inicio como la gente.
Pero llegué antes que vinieras, me fui antes que llegaras, antes que me dijeras estás loca, antes de morirnos de risa, antes de ser nosotros.
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La culpa es siempre del perro.
No hay finales abruptos. Si pensás eso es porque no estuviste prestando atención.
Este final te lo canté hace meses. Mirábamos el atardecer y al esconderse el último rayo de luz en el horizonte sentí una punzada en mi ombligo. Ese fue el final. Mientras no me estabas escuchando.
Como una tardecita, como estar en el ojo del huracán. El final es una cena rica que no sabe igual que las otras veces, en donde el que hace silencio escucha cómo las palabras de los demás comensales se van alejando en el tiempo, es dejar de sentirse a gusto donde antes era tu casa.
Yo soy la que mastica en silencio. Soy el perro que escucha el silbato cuando los demás no oyen nada.
Y a pesar de eso, como cualquier otro mortal, espero que la muerte llegue, un día predeterminado de éstos, cuando ya no haya ganas de juntarse, cuando un domingo no salga preguntar cómo estás, cuando no seas un plan en la vida del otro.
Entonces ese día, con la cola entre las patas cansado de esperar el último resabio de tu interés fingido y agarrando el hueso desgastado que quedó tirado fuera de la cucha, me vaya caminando por la vereda del sol, a tirarme un rato en la plaza.
La culpa es siempre del perro, que no atrapa, que no gusta, que no encaja, que no enamora, que no pide.
Patricia Lohin
Foto Sylvain Richard #escritos#blog#poesía#amor#patricialohin#escritores#literatura#libros#escritor#frases#escribir #escritos #poemas#frasesdeamor#autor #amor #letras#textos#sentimientos#versos#reflexiones#leeresvivir#vida #poesía #amoleer#love#escritoresdeinstagram#novela
No sé qué dicen los distinguidos sobre los falsos héroes. Ni me importa.
Sé que a los héroes de barro les espera la lluvia en algún lugar, que al fin los terminará disolviendo por los siglos de los siglos. Y los que quieran podrán tener una estampita en la mesa de luz. Te entiendo, la verdad es muy oscura a veces y requiere valentía. Yo no odio, yo me reconcilio, pero de lejos. Vos allá y yo acá, sabiendo que no somos de la misma especie, yo aceptando tu existencia como algo irremediable, dañino para muchos, sin poder hacer nada para aliviar tu opresión sobre otros, o para que hoy te levanten en alto como a un dios ateneo, o mañana pongan una placa con tu nombre en la plaza principal.
Por mi culpa, por mi santa culpa.
Me dijeron que le temías a la muerte. Cómo no temerle, si estabas hasta las manos con la vida.
Para crear héroes de barro hace falta gente que necesite de una mentira- verdad acomodaticia y una memoria reinventada, gente que de ninguna manera se haría cargo de su propio heroísmo, gente que hace oídos sordos a todo lo que no se amolde a los lineamientos de un supuesto supremo que no es más que un tipo como vos y yo lleno de imperfecciones… pero con poder.
A los que recordamos, a los que no nos acomodamos, a los que padecimos, a los que no nos creímos el cuento de la buena pipa. A los que te tuvimos miedo, y a los que escapamos.
Patricia Lohin
Hubiera preferido que me dijeras “Disculpá me confundí.”, hubiera sonado más sincero toda la vuelta.
Aunque sea hubieras pelado un audio de whatsapp. Escuché a un coach decir que ya está de más hacer acto de presencia, que se puede avisar por redes de cualquier evento, incluso de un adiós. No hay nada como cortar por whatsapp y después verse en un evento local y ni saludarse, -sí, esa gente que te decía que te quería-.
Si supieras cuánta gente que anda por el centro y abre puertas de comercios equivocadas, a veces entran y se sorprenden de lo que ven. Vos abriste esta puerta y no encontraste lo que buscabas -porque desapareciste como una flota de aviones en el triángulo de las Bermudas- y menos avisaste que estabas errado.
La sorpresa fue toda mía. Pasamos del quiero dormir con vos un sábado por la noche, luego de tu cita oficial en un cine local, a la mañana siguiente meta apurarme a que fuese a desayunar, para luego disolverte en las mieles de la inexistencia a partir del día siguiente, cuando le dije a tu ego como al pasar que ya no me inspiraste para escribir. Si vos querés que te escriban esmeráte… digo.
Creo que le llaman ghosting al arte este de irse sin decir ni mú ni má.
Siguiendo en la línea de los actos absurdos e imposibles, ese domingo tuve relaciones del tercer y cuarto tipo con un fantasma.
Pᴀᴛʀɪᴄɪᴀ Lᴏʜɪɴ
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