
“¿Quién no tiene un mar adentro?”(*)
Llevo el rugido del mar adentro mío.
Cada tanto tengo que decirle que no haga tanto ruido. No sea cosa que moleste.
Que no se note que llevo un mar adentro mío. Que se calle, que no grite, que no choque sus olas contra las piedras, que no ruja, que no cruja, que su agua no sea tan salada, que sus olas no superen la medida, que la boca no tenga tanta saliva, que no devore con cada incursión el filo de las rocas.
Llevo un mar que desborda. Y cada tanto tengo que decirle que se calme, que no ría muy fuerte, que no hable de más, que no ame de más, que no desee, que se calle, que al otro puede molestarle. Que la intensidad jode de sobremanera. Y vaya si jode.
Tengo un mar adentro mío, incontenible, salvaje, que no hace caso. Siente cuándo y dónde se le canta, no pide permiso, y aún cuando duerme hace ruido.
Tengo un mar que hace a la tierra temblar, y grita cuando estalla el deseo. No se contiene, ni se subordina el muy maldito; mete el dedo en la llaga y en otros lugares.
Tengo un mar adentro mío. Lo llevo desde siempre, muy bien oculto bajo mis ropas, bajo mis lentes oscuros, bajo mi aspecto de ni fu ni fa, de ni chicha ni limonada.
Mis padres me enseñaron a domesticarlo, porque si hay algo terriblemente malo en este mundo es ser apasionado. Malditos los que sienten de más. Malditos los que sienten algo.