
Nos vamos midiendo a ver quién tiene más. Más coraje, más miedo, más velocidad, más inventiva, más colores, más oportunidades, más cielo, más inicios, más constancias, más juventud, más amor, más paciencia, más tiempo, más capital de cualquier tipo: material o del otro.
El cielo del segundo día de mayo se presenta cubierto e incierto para tantas preguntas tiradas al aire, sin embargo el estado general del corazón por estos lares es soleado, y el estado general de la mente es alerta con probabilidades de tormentas pasajeras, como siempre, porque ¿qué sería de una mente sin tormentas?
Mientras las nubes se apegan al concepto de nublado para todo el día, nosotros nos apegamos a las estructuras que mueven nuestro ser y lo han movido desde siempre: el deseo, el miedo al deseo, lo cercano, lo lejano, la verdad perseguida hasta ser acallada, los poros dilatados para que salga el anhelo reprimido por los siglos de los siglos, las máscaras faciales para tapar esos poros. Matemos al deseo que nos está cagando la jornada.
Nos fundimos entre el deseo de ser y no ser, de salir o no a la luz, de decirlo o callarlo. La ambivalencia resulta otro factor meteorológico que no deja de joder: que llueva de una puta vez o que salga el sol.