
Jacquelyn Bischak
“Señor, haz que nunca sea esa mujer en la cola del mercado que cuenta la cantidad de productos que tiene el chango de adelante.”
Si hay un lugar para ir a despuntar el vicio de las miserias humanas, ese es el súper.
Recuerdo muchos momentos críticos en mi vida, y esos puntos cruciales que se estampillaron en mi memoria están todos situados dentro de un mercado.
Año 1995. Mi ser pesando unos quince kilos de más, las carnes flojas luego de haber parido, y mi enorme cuerpo hundido en una muchedumbre agolpada en la inauguración de un nuevo supermercado en la ciudad. Estaban todos los ex clientes de otros súper despoblados. Minutos multiplicados en la tensa espera, una cola interminable, empujones y yo perdida entre cientos de voces pregonando problemáticas macroeconómicas relacionadas con el precio de las galletitas y la harina. El súper es un excelente lugar para vivir una depresión post parto. Sabía que quería huir, podría haber ido a llorar al banco de una plaza, pero elegí el mercado.
En la siguiente década, mis incursiones al súper, siempre sabáticas y por la tardecita, tenían un punto definitivo y crucial: la verdulería. En ese sector estaban los espejos que se ponen al tope de los estantes para darle multiplicidad a los colores y a la supuesta frescura de los vegetales. A pesar de que en esa época mi paseo por el sector sólo incluía comprar algún morrón y dos cebollas, mi ser se detenía unos minutos y se buscaba en los espejos, levantando la cabeza, abriendo los ojos hasta el límite posible y tratando de entrar dentro de sí mismo. Ese lugar era la dimensión desconocida y yo esperaba que los espejos reflejaran algún síntoma, algún dato, algo que el espejo de mi baño no me estuviera revelando. Tuve mucha suerte de que el personal de seguridad nunca me detuviera por actitud sospechosa.
No muchos años después, el mensaje de los espejos llegó a ser contundente: ojeras y tristeza. Una combinación que entraba en la paleta de colores de las berenjenas. Es más, en alguna oportunidad, sabiendo del encuentro con mi propia mirada, llegaba al lugar con alguna lágrima sobre la mejilla. No hay como el sector verdulería para ser uno mismo.
Muy por el contrario, el sector “colas” es ideal para compararse con el prójimo o al menos observar su conducta y luego desarrollar algún tipo de estudio relacionado con el comportamiento social. Y decirse a uno mismo en un murmullo: nunca seré como esa flaca, rubia, de pelo lacio y largo, la de las botas altas, que dejando el chango estacionado y al crío inquieto sentado en la sillita del mismo, va y viene multiplicando los productos que va a comprar, como si yo no existiera, como si no supiera que espero detrás de ella con la mercadería en la mano. No seré como esa señora que tengo detrás, jubilada, mayor, apurada y mal educada que no para de chocar las ruedas del carro contra mis tobillos, instigándome a desmaterializarme y desaparecer de la cola para que ella pueda irse más rápido. ¿A dónde?
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