El cambio había sido bueno.
Todas las resistencias posibles habían aparecido en el horizonte y tan solo había que tomar la decisión: cambiar de psicólogo. Después de diez años mi anterior psicólogo y yo éramos como un matrimonio que conoce de antemano lo que se va a decir.
El panorama sin embargo era parecido, paredes semi desnudas, biblioteca reducida, sillones de cuero, escritorio, diván.
La primera vez que me senté, me sentí observada por todos los demonios: Freud y Lacan me miraban de reojo desde portarretratos colgados en la pared. En algún momento llegué a fantasear con que en realidad estaban allí soplando respuestas.
Llevaba meses yendo, y meses cambiando, subiendo y bajando, acomodando, pero sentada. Por fin podía hablar sentada frente a frente de mis cosas y no acostada en el diván escuchando la voz de alguien que se desdibuja visualmente.
Pero había algo inquietante en estas nuevas sesiones con nuevo conductor: el se perdía en mi árbol genealógico, y yo evidentemente dejaba pasar sus asociaciones, cosa que me di cuenta luego de que varias veces me preguntase: Me escuchó?
Dios! No puedo estar sentada aquí solo hablando y dejando pasar los comentarios, si yo soy buena escuchando! Bueno, aparentemente no si se habla de mí.
Luego de varios días tratando de llamar mi atencion para que eso no volviera a ocurrir, llegó el lunes.
La suerte de tener un psicólogo en planta alta es que las lágrimas se pueden secar al llegar a la puerta o bien se pueden activar totalmente al llegar. Hoy no ocurrió ni una cosa ni la otra. Llegué enfurecida conmigo misma. Enojada, y lo peor de todo es que con menos aptitudes que nunca para escuchar.
Luego del saludo de rigor, sacar al gato del consultorio –nunca le conté a mi psicólogo que soy alérgica, igual le estoy agradecida por el gesto a su inconsciente que seguro lo sabe- me acomodé en el sillón de cuero bordeau, el mismo sillón en donde hacia un par de meses había perdido definitivamente mi colgante con mis iniciales, pero eso es para otra historia.
Mientras estaba enojada conmigo misma por un millón doscientas mil cosas -creo que la frase recurrente era “no puedo manejar…..”- me brotaban las lagrimas, mezcla amarga de angustia con impotencia. El relato de la situación dormiría a cualquier mortal, revisando parejas y volviendo a “todo sobre mi madre o todo sobre mi padre”, pero como en una buena película de suspenso lo mejor llegó: sexo.